ROSA-CRUZ

Novela de Ocultismo Iniciático del Dr. Krumm Heller (Maestro Huiracocha)

I

(Primeras páginas del Capítulo) 


El castillo de Chapultepec brillaba aquella noche como un árbol de Navidad, con sus múltiples lucecitas. Parecía una visión de ensueño, un cuento de hadas hecho realidad, una fatamorgana que hubiese descendido del aire y ante la mirada atónita  del caminante se hubiese convertido y concretado en bloques de granito, en luz y en  rumor bullicioso.

La causa de este bullicio y de esta iluminación era una ostentosa fiesta que en el castillo tenía lugar: Carranza, el célebre presidente de la patria que un día fue de los aztecas, celebra el aniversario de su natalicio. ¿Qué mayor motivo de fiesta y ornato podía darse en el castillo, que el de celebrar el natalicio de su morador, del creador del México moderno, el promulgador de la nueva constitución, el mandatario más grande que ha tenido México después de Juárez y Madero y cuyo igual no lo verá la generación actual?

Las avenidas y la gradería central eran todo movimiento. Hasta entrada la noche habían circulado por aquellas, soberbios carruajes que, ora con diplomáticos o militares vestidos de gala, ora con toda clase de dignatarios vestidos de rigurosa etiqueta, ora con hermosas y aristocráticas damas, habían dado quehacer a los guardias encargados de mantener el orden de sus movimientos y paradas.

En el interior el movimiento era aun más intenso, más variado; los salones, entre raudales de luz, parecían cual gigantescos caleidoscopios que, con el movimiento de los uniformes y trajes ostentosos de los caballeros, y las sedas, joyas y pedrería de las señoras, cambiase constantemente de aspecto, mostrando cuadros de variedad infinita.

Centenares de personajes invitados, esperaban en el gran salón de recepciones a que el Ministro del Interior pronunciase el discurso con que había de saludar al jefe de estado. La mesa para el gran banquete en que aquel día tomarían parte todo aquel conjunto de personas importantes, estaba dispuesta en semicírculo y en ella se hallaba la vajilla del Emperador Maximiliano, de oro macizo, y el tapete doble de seda en que se ve bordado en oro el escudo nacional. Ningún castillo europeo, ni aun los que produjera la fantasía de Luis II de Baviera, pudo jamás compararse en lujo y riqueza a Chapultepec, el palacio mas magnifico de México, la ciudad que el celebre barón Alejandro de Humboldt llamó “ciudad de los palacios”.

Entre toda aquella multitud de personalidades cuya conversación, que comenzara reservada y tímida, se hallaba a la sazón animadísima, había un hombre cuyo porte reservado y silencioso pudiera haber llamado la atención a quien no la tuviese demasiado ocupada con los múltiples requisitos del día. Era este hombre un oficial del Estado Mayor mexicano; el Comandante Montenero.

Su mirada, con relámpagos de impaciencia, dirigíase hacia la puerta frecuentemente, cual si esperase algo. En esta actitud de expectación y un tanto de ansiedad, se mantuvo durante algún tiempo, ajeno a cuanto le rodeaba y sin que al parecer le interesase nada de lo que en el castillo ocurría; hasta que uno de los ujieres,llegándose a él entre respetuoso y disimulado, púsole en la mano un billetito y lo dejó discretamente. Tomó Montenero el papel más ansioso que sorprendido y suspirando hondamente dijo:

—¡Por fin!

Leyó entonces le esquelita que le diera el ujier y se detuvo un momento como abstraído; después, volviéndose hacia un caballero de cierta edad con el que había mantenido escasa conversación y que se hallaba sentado cerca de él, le dijo:

—Siento mucho abandonarle, pero un asunto urgente me requiere y debo salir.

—¡Cómo! ¿Es posible que deje usted la fiesta en este momento? —contestó su interlocutor.

—En verdad —contestó Montenero— parece un desaire a la fiesta; pero...

—No —replicó el otro—, no creo yo que vaya la fiesta a darse por aludida, ni menos ofendida, si usted se marcha; pero, ¿no le parece a usted que vale la pena el permanecer aquí aunque sea dejando de acudir a una cita... y aunque esa cita sea amorosa?

—¡Oh! —dijo Montenero sonriendo levemente—, le he de advertir que no se trata de una cita amorosa, sino de algo mucho más serio y más importante para mí, su interlocutor le miró con un gesto de asombro un tanto fingido y dijo enfáticamente:

—¡Supongo que no se tratará de un duelo!

—Ciertamente que no —aclaró Montenero—; pero tiene para mí tanta importancia como si lo fuera.

—Bien —dijo mas reposadamente el caballero—; no se detenga usted pues, por mí, que no le molestaré mas con mis absurdas suposiciones. Ya veo que no es posible detenerle de ningún modo. Siento, sin embargo, que pierda usted la fiesta, que promete ser magnifica.

—Gracias por su buen deseo. Quizá pueda volver antes de acabada. Le ruego que si durante mi ausencia alguien preguntase por mí, tenga a bien disculparme.

Cambiaron las ultimas palabras de despedida, un cordial apretón de manos y Montenero con aire distraído dejó el salón y, evitando la salida central por si tropezaba con quien pudiera entretenerle, salió a uno de los jardines y de éste a una de las avenidas laterales.

Anduvo por ella un momento dando la vuelta al cerro de Chapultepec, siguiendo la dirección de las fuentes que construyera el presidente Madero. El camino parecía desierto. Montenero miró en derredor tratando de descubrir a alguien. Acordóse entonces de la señal convenida y poniéndose los dedos en los labios silbó con fuerza. 

Al conjuro de su silbido presentose ante sus ojos, cual salido de la tierra, un indígena vestido con el típico calzón, poncho y sombrero del país.

—Buenas noches, mi Mayor. Aquí estoy para lo que usted me mande.

—¡Hola, amigo! ¿Usted por aquí?

Comprendió enseguida Montenero que éste era el hombre con quien debía de encontrarse. Como ya eran amigos, le entró de pronto un sentimiento de confianza y le dijo:

—Ahora eres tú quien debe mandar, puesto que debes guiarme.

—Bueno; entonces, sígame por acá. Apenas habían andado unos quinientos pasos más, cuando el indígena, deteniéndose, volviose hacia Montenero y le dijo:

—Ya hemos llegado. Tengamos cuidado de que nadie nos vea, no es conveniente.

Procure usted vigilar para que no seamos sorprendidos. Agachose y después de escarbar un momento en la tierra, extrajo una cadenita, y después de volverse a cerciorar de que nadie los veía, tiró de ella. Abriose entonces la montaña y apareció ante ellos la abertura que daba acceso a una a modo de gruta en la que el indígena introdujo a Montenero. Apenas entraron, cogió el indígena otra cadena y tirando de ella cerró de nuevo la entrada para preservarla de las miradas curiosas.

Entonces el indígena cogió de la mano a Montenero y le condujo por el socavón hacia delante.

Montenero estaba atónito. Recordó entonces que el padre Sahagún, que describe a México con infinidad de detalles, nunca mencionó que el cerro de Chapultepec fuese hueco.

El indio vio lo perplejo que Montenero se encontraba y le preguntó:

—¿Qué le parece todo esto?

—Me parece raro esto. ¿Es esto el estado de Jinas, o sea, un fenómeno de la cuarta dimensión?

—Sí, Mayor; esto solo lo vemos nosotros; el vulgo no se da cuenta de que existen estas cosas. Pero deje usted esta preocupación, que ya se le explicará todo. ¿Qué le parece el cerro ahora?

—¿Aquí? Decididamente que allá arriba estaba mucho mejor.

—Ya verá usted cosas espléndidas que le admirarán —replicó el indígena.

—¿Sí? —preguntó Montenero—, ¿más aún que el banquete con el tapete bordado en oro y con la vajilla maciza del mismo metal?

—¡Oro! ¡Bah! Los “Rosa - Cruz” convierten sin esfuerzo el plomo en oro.

Continuaron mientras así hablaban por la galería hasta que ambos se encontraron ante una puerta cerrada.

El indígena golpeó tres veces en la puerta acompasadamente, y al punto se escuchó en el interior una voz que decía:

—¡Deteneos! Ningún profano debe traspasar el umbral de esta mansión.

—Traigo a un neófito que busca la luz, la santa ley de los Nahuas.

—¿Respondes tú por él? ¿Es digno de acercarse a la Cruz y ver el Santo Graal? — Exclamó de nuevo la voz desde el interior.

—Lo traigo por orden del Maestro.

Abrióse entonces la puerta y se hallaron en otro recinto, al lado de cuya puerta había un hombre armado con una espada flamígera, que con un ademán les dejó el paso franco.

A poco, hallaron una nueva puerta.

—Hemos llegado a la tercera puerta —dijo el guía. Hasta aquí se nos ha permitido la entrada. Pero ahora debo vendarle los ojos. Sin este requisito no nos dejarían avanzar más. Tenga en cuenta que, caso de que no llegara a iniciarse, volvería a traerle a este sitio, y sobre todo cuanto hubiese visto y oído habría de guardar eterno silencio...

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